Romance Germania

Por: Lina Tono @linatono

Esa señora que lleva el suéter de paño color vino tinto colgando del brazo y un folder lleno de papeles atrapado con fuerza entre los dedos regordetes, ahorcados por los anillos deslucidos, va para la notaría. Se va a bajar en la calle treinta y tres con carrera séptima y desde ahí caminará hasta la carrera trece. Irá golpeando sus tacones bajos contra el pavimento y tendrá especial cuidado con las lozas sueltas que, al pisarlas, escupen agua estancada. Ya le ha pasado antes: se ha empapado las medias veladas. Son las 10:34 a.m. Es jueves. Es octubre. Bogotá está tiesa. Voy para la clase del profesor Pedro, que me pregunta por qué tengo la letra tan grande y pide que no le ponga títulos literales a mis ensayos de lingüística.

Debe llamarse Luz María. Miento. Tiene más cara de Marta Luz. Pero más de Martha con “t” y con “h”. No sé. Debe ser algo con “Luz”. Podría apostar los veinte mil pesos que tengo en la billetera y que me deben durar toda la semana. Para la pizza. Para este y los otros viajes. Para la cerveza del viernes en la mañana. Doña Martha o María o Luz debe tener cincuenta y pico y debió cumplirlos hace poco. Seguro se los celebraron en un restaurante de comida tolimense. Qué rico un plato de lechona. O estas arepas rellenas de la séptima con sesenta y tres. Maldita hambre de media mañana porque aquí metida no puedo hacer nada al respecto. Este CD de Saint Germain ya dio la vuelta completa y yo no he llegado, siquiera, al Parque Nacional.

Se acaba de subir un flaco de mi universidad. Va a mi clase de semiótica pero no lo conozco muy bien. Me voy a hacer la que no lo ha visto. En estos buses de sillas altas y polvorientas puedo esconderme y hacerme la pendeja. Voy a pegarle al asiento para que despida una nube de polvo que me borre. O me hago la dormida. En esta ruta que no para donde debe, sino donde se le da la gana puedo hacerme la que va privada, porque soy una chica delicada que nació para el amor y estos trastos viejos que soplan dióxido de carbono hacia adentro, me estropean. Cochero, pare. Pare cochero, que la mitad de los pasajeros van desnucados del sueño. Será oír todo el CD otra vez porque no traje más. Doña Luz o María o Martha también lleva cara de octubre. Seguro va para la notaría en la carrera trece, donde tiene que autenticar unas escrituras y untarse del dedo índice de tinta negra mientras otra muchacha babea el suyo para pasar las páginas de un folio prehistórico. El folder de Martha Luz María tiene las esquinas respingadas de tanto abrirse y cerrarse. Todas esas diligencias la deben tener jodida de los juanetes. Se nota cómo le palpitan adentro de los zapatos. Menos mal va sentada. Ya estaba ahí cuando yo me aplasté a su lado, aterrada de haber encontrado un puesto libre en este vagoncito de lata. Milagro.

Cómo quemar el tiempo y no dejar que el tiempo lo queme a uno. Dos horas al día aquí metida. Una de ida y otra de vuelta. Los cinco días de la semana y me faltan todavía dos años enteros para graduarme de publicista. Mi casa queda muy lejos del Transmilenio, así que esta es la única opción: el Germania que me recoge -cuando se le da la gana- en la calle ciento veintisiete y me deja, toda aporreada, en la calle veintitrés. “Germania” suena como “Saint Germain”. Qué discazo. El mejor de este 2002. Mejor que ese vallenato de Los Chiches que el conductor tiene tronando. A mí de Los Chiches me gusta “Muchacha Encantadora” pero esa nunca la he escuchado en un Germania. Germania. Rumania. Alemania. Tanzania. Polaina. Tuaina Tuturumaina. Por fin bajamos a la décima. La séptima es lúcida en algunas partes y cochina en otras. La décima es una carrera desangelada. Bogotá es como esas mujeres que no son evidentemente bonitas y que hacen sentir inteligentes a los hombres cuando logran apreciar su belleza. Yo la contemplo desde aquí, a través de la ventana del Germania, el bus que parece el apartamento de su conductor, lleno de borlas y cortinas pesadas, de espejos asimétricos, de chuchitos cristos y chucherías. Un hombre ha hecho suyo este espacio público. Es el transporte público privado. Este Germania es como una galería andante en la que estamos expuestos, todos nosotros, todo el tiempo. Es el bus – país, el bus – retrato, el bus como expresión de lo que somos. El Germania es como un corazón de lata forrado por dentro con cuero capitoneado y brujería. Aquí cualquier cosa puede pasar: un soldado que se sube a la altura del batallón de sanidad a contarme sobre sus compañeros heridos en guerra, una parejita que se manosea, un niño que siempre se vomita. Una universitaria que contempla la ciudad y piensa en la vida para matar el tiempo. Juro que no me vuelvo a subir sola y borracha a uno de estos Germania a las tres de la mañana. Se siente como haber entrado a pasillo del inframundo, lleno de zombies y almas perdidas en la incertidumbre y el merengue de la noche bogotana. Se entiende que la oscuridad no es solo un truco visual, sino un universo, y se siente un miedo difícil de olvidar.

Cuánto queda. Vamos subiendo por la calle veintidós. Queda poco. Tal vez dentro de 10 años ya no haya Germanias. De repente venga algún alcalde petulante y mande a recoger todas estas latas, y comencemos a viajar por la ciudad metidos en cuartos fríos, desabridos, uniformados según esa simplicidad de lo “moderno” que le quita la calentura a todo lo que toca. Es decir, va a estar muy bien si la nueva flota para solo en los paraderos. Yo me voy a marear mucho menos que en estos Germanias que andan corcoveando para recoger a cualquiera que estire el dedo en mitad de la cuadra. Eso será muy bueno para Bogotá y para el tráfico, supongo, en caso de que haya un carril exclusivo para buses y todos aprendamos a respetarlo, en caso de que los conductores sean más prudentes o en caso de que ya no haya que pagar el pasaje con billetes arrugados sino apenas pasar una mágica tarjeta con crédito por un lector digital.

De repente se acaben estos Germanias y tal vez con ellos desaparezcan estos viajes con banda sonora, altar, polvo y novela. De repente comiencen a chatarrizar estos pequeñas iglesias del absurdo y nos traigan una flota, quién sabe, limpia, silenciosa, iluminada, de un azul que no le pertenece a nadie. Me bajo aquí en la Jorge Tadeo Lozano después de una hora y diez minutos de recorrido. Las rodillas me truenan y el aire frío que baja de la montaña me da una bofetada apenas pongo un pie afuera del bus. Doña Martha Luz o Marina no se bajó en la treinta y tres.

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