Llorar en la calle

Por: Lina Tono @LinaTono

A veces agarra el llanto en la calle. Se llora como esos niños que vomitan en el transporte público sin avisar, sin pedir permiso o perdón, porque tienen un mareo tan redondo que no da espera. A veces la lloradera llega bajando a pie por la calle cien, a esa hora en que una línea triste de trombón que nadie escucha avisa a quienes trabajan hasta las seis y media, que ya fue, que ese día tampoco hubo redención, ni fábula, ni epifanía y que es hora de salir corriendo a buscar refugio en la casa antes de que se haga de noche en Bogotá, porque la noche capitalina es un vértigo por el que muy pocos se atreven a resbalar de lunes a jueves. Caminando hacia el occidente, por el costado norte de la cien, se llora fácil. El andén es ancho y se puede caminar con las angustias gordas a lado y lado, sin que algún carro las vaya a atropellar.

 

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Otras veces entra la tristeza por la cincuenta y siete con Caracas, sin razón aparente, mientras se cuelga de un brazo como un mono araña, aferrándose del tubo gris que atraviesa el bus con las venas hinchadas y el cartílago tenso. Afuera unas viejas con brassieres fluorescentes se sacan polvo de las tetas “el porro a tres, el perico a cinco” como cantan los Nanook, y adentro de la ruta B1, cada uno va en lo suyo pero pendiente del otro. Qué hubo. Tal vez la tristeza tenga que ver con el ciego que se sube a pedir monedas conducido por una brújula de manos compasivas que le impiden romperse los dientes contra el vidrio. Tal vez la tristeza tenga que ver con los zapatos de todas las personas que van en esa ruta de Transmilenio. O tal vez tenga que ver con el señor que va sentado, aliviando el hambre con unas galleticas. El acto inocente de cubrirse los pies, la ternura animal de masticar. Eso y tantas otras cosas dan tristeza y se puede llorar ahí adentro del bus. El B1 que va por la Caracas para en todas las estaciones y esa parsimonia le regala tiempo al llanto. Siempre está lleno de viejitas que miran las lágrimas rodar por los cachetes con un pesar avalado por el párroco de la misa del sábado.

 

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Llorar en una pizzería sobre la calle veintitrés también se puede. Entre más fea la pizza, más fuerte la berreada. Se puede pasar la mañana muriendo a sorbos de limonada y mirando palomas al pie de la universidad, mientras el pizzero manosea una sábana de masa rancia y delgada. Es posible romperse el pecho y la cabeza en esa esquina y preguntarle a los estudiantes que cargan sus morrales como mulas aburridas, qué está haciendo él y por qué lo está haciéndolo tan lejos. A quién le estará arqueando las cejas gruesas, dónde tendrá metida la nariz grandota y por qué no la tiene metida aquí, en este instante, entre estas piernas, en este chuzo de pizza mal hecha. Es posible atragantarse con dos pedazos llenos de Mortadela y engordar porque ya qué, si él no va a venir. Si él está por allá lejos, abajo de la Norte Quito Sur, al otro lado de la cicatriz.

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Se puede llorar en la plaza pública de Bogotá, junto a mil quinientas personas, prendiendo velas y rezando por un futuro menos pendejo. Se puede llorar de la risa en Bosa, llorar a un muerto en el Chicó, llorar por una mujer en San Cristóbal. Y si está lloviendo es como llorar dos veces.

 

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Las tristezas más hondas se lloran así, subiendo por la circunvalar, dejándose llevar hasta el final de la Avenida Suba, empañando la ventana del SITP, pidiéndole servilletas a la señora de las empanadas, sollozando hacia adentro pero estando afuera, dejándose consolar por algún transeúnte que asegura haber llorado más duro en otra esquina de Bogotá.

 

Se puede llorar en la calle para convertir la ciudad en una gran habitación privada donde todo se postra al servicio del llanto. Es posible llorar de felicidad y ver cómo los techos se afelpan, cómo las esquinas se esponjan y no cortan, y los picos de las mirlas no matan cucarrones. O llorar de tristeza para que el lodo se vuelva arena. En Bogotá los cerros siempre abrazan al que tiene la generosidad de llorar en la calle, a quien lagrimea en el espacio público para decir, entre otras cosas, “esto es totalmente mío”.

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4 comentarios en “Llorar en la calle

  • Llorar yendo a la panadería, llorar bajando de Rosales por la 58 escuchando una canción de Superlitio y sentarse en el paradero del bus a cantar entre sollozos, llorar en el aeropuero y en el terminal como protagonista de chick flick, llorar en las afueras de cualquier hospital, de la Clínica Colombia como para tener un ejemplo, llorar en el campus de la nacional y en la biblioteca central (excelentes sitios para llorar), llorar en el estadio pero de dicha, llorar en cualquier iglesia a cualquier hora, en cualquier momento y por cualquier motivo.

  • Yo dejé de llorar en la calle porque siempre un cristiano oportunista llegaba a hablarme de Dios o a dejarme tarjetas de su iglesia. Están por todas partes.

  • Llorar en los baños de la Universidad. Llorar mientras caminas por toda la avenida principal de tu ciudad y no poder parar porque la tristeza es mucha y te ahoga. Tienes dos opciones; o dejas salir el llanto, o mueres asfixiada..

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