Flores en las grietas

Por: Lina Tono

Así es vivir en el centro de Bogotá

Escuché a un hombre que gritaba, desesperado, el nombre de una mujer. “¡Diana!” repetía incansablemente, “¡Dianaaaa!” alargaba la última vocal y el desgarro, el dolor en su voz alcanzaba a llegar nítido hasta la ventana de mi apartamento en el piso 15. Al asomarme para ver qué pasaba, vi a un tipo sin camisa y sin zapatos parado sobre la gran porción de césped que parece un lunar verde en medio del Parque de los Periodistas. Un policía bachiller, lánguido, lo sostenía con fuerza y por los brazos, impidiéndole que saliera corriendo detrás de su Diana, de su diosa desorbitada, una mujer que ya iba tres cuadras más adelante por La Candelaria, dando zancadas torpes, vociferando quién sabe qué cosas y tirando manotazos al cielo.

Todo era de novela: él, descalzo, detenido a la fuerza, indigente, derrotado. Ella con su andar embazucado y esos reclamos al aire, huyendo sin rumbo. Y yo, viéndolo todo desde mi ventana, solo pensaba: este es el centro de Bogotá.

Me había trasteado hacía pocas semanas al barrio Las Aguas, uno de los más antiguos de la capital, después de haber vivido desde pequeña en varios sectores del norte de Bogotá, donde la vida y los espacios tienen más alma de suburbio que de metrópoli.

Tomé la decisión de hacerlo porque, mientras trabajaba, había comenzado un programa de maestría en una universidad ubicada en el centro y mi rutina se había vuelto insostenible. Gastaba una fortuna en gasolina y parqueaderos cada vez que tenía que asistir a clases y además perdía mucho tiempo en el carro, viajando desde el norte, soportando el calor y los trancones a cualquier hora. Así que alquilé un apartamento muy cerca de la Avenida Jiménez, sobre el parque de los periodistas, empaqué mis chécheres en varias cajas y llegué a vivir ahí a principios de febrero de 2014.

Debo confesar que dudé bastante antes de firmar el contrato de arrendamiento porque, como cualquier persona que creció en los barrios del norte, tenía prejuicios y preocupaciones respecto al centro de Bogotá. Siempre lo había encontrado encantador para recorrerlo por un rato y me encantaba salir a bailar con frecuencia a ciertos bares del sector, pero nunca lo había contemplado como un lugar para vivir.  Así como muchos, pensaba que podía resultar demasiado peligroso, pesado y agreste, más aún que el resto de la ciudad. Sin embargo, todo eso que imaginaba sobre cómo sería vivir en el centro, también me atraía de cierta manera, me despertaba una curiosidad incontenible y me hacía sentir como una niña que le teme a la bruja, pero que a la vez se muere por hacerse su amiga. Así que ahí estaba, instalada y lista para empezar a dibujar una nueva vida que incluía hombres llorando por amor en la calle y un leve olor a pescado frito que venía del restaurante chocoano de la esquina.

Durante varias semanas me dediqué a caminar y a probarlo todo. Fui a comprar pescado y mariscos a la calle veinte, fui a comer jamones y a tomar cerveza de pie en Marandúa, un delikatessen en la calle diecinueve, fui a buscar discos de vinilo en una feria especializada en la calle veintidós, llevé a arreglar un computador a la carrera décima con calle veintiuno y creo que le robaron alguna pieza. Recorrí la carrera séptima a media noche con amigos, jugué boli-rana en el barrio Belén, bajé caminando a comprar chucherías en San Victorino, visité las zapaterías de la calle dieciocho, desayuné todos los domingos en Sofi´s una panadería de la calle diecisiete, supe dónde habían matado a Rafael Uribe Uribe, dónde cayó muerto Jorge Eliécer Gaitán y en qué casa se suicidó Jose Asunción Silva. Pisé mierda perruna y -puedo jurarlo- humana, le tuve mucho miedo a los comandos azules y a los leones rojos que andaban por ahí en pandilla, compré libros usados al lado del edificio del ICFES, tomé onces en varios salones legendarios, me senté en los cafés de la plazoleta del Rosario, seguí con la mirada las huellas fosilizadas del tranvía, vomité unas empanadas que compré sobre la carrera sexta y escuché, contemplé, observé, extrañé ciertas cosas del norte y me alegré de tener otras tantas nuevas y distintas, en el centro. No hice vainas extraordinarias ni demasiado arriesgadas; me metí con el barrio a mi manera y fue eso lo que me trajo enseñanzas.

Pronto entendí que irme a vivir al centro fue un acto de fe en Bogotá. Yo elegí dejar de habitar en las extremidades, en esos suburbios donde la ciudad vibra tan poco pero se vive con algo de “seguridad”, para ir a meterme al corazón de la bestia, donde todo late muy fuerte y la incertidumbre siempre está presente, inspirando a algunos y paralizando a otros. Entendí también que podía relacionarme con la ciudad de otra manera. Al darme la oportunidad de hacerlo, comencé a ver las flores entre las grietas y supe que, así como yo había decidido creer en ella, Bogotá también estaba apostando por mí. Por esa época hacía una maestría en periodismo, y el centro y sus escondites me regalaron las historias más inspiradoras que hasta ahora he escrito. Ahí siempre encontré esa esquina, esa calle o a esa persona que se convirtió en personaje, en crónica, en presente y sobre todo, en memoria.

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Parque de los Periodistas. ©Lina Tono

Mientras compraba las frutas y las verduras, ya no en un gran supermercado sino en la tienda del vecino, donde las viejitas del barrio me aconsejaban cuál espinaca estaba buena para la sopa, y mientras entrevistaba a don Elkin, dueño de una compraventa de discos de vinilo escondida en el altillo de una zapatería de la calle dieciocho, me di cuenta de algo más: nunca había buscado mi ciudad entre todas las ciudades que puede ser Bogotá. Cada bogotano tiene su Bogotá, pero yo, como otros miles, todavía no había hecho la tarea de apropiármela. Sin embargo, en el centro lo logré: encontré la Bogotá mía, esa que me inspira y me gusta, así como cada quien podría encontrar la suya en cualquier localidad.

Me pregunté durante muchos años por qué me había tocado vivir en una ciudad tan insípida, tan cerrada y aburrida, y mientras viví en el centro, acabé dándome cuenta de que la insípida y la aburrida era yo.

Por supuesto, no todo fue un idilio de amor. Me robaron mi bicicleta adentro del parqueadero del edificio, varias veces los ladrones trataron de entrar a la casa de algunos vecinos, vi atracos en cantidades desde mi ventana del piso 15 y varias veces tuve que aligerar el paso para dejar atrás a algunos personajes terroríficos que caminaban detrás mío por la carrera cuarta. A pesar de tener un par de CAIs a menos de dos cuadras, nunca pude dejar de caminar con algo de temor, porque sí es verdad que el centro es inspirador, fantástico y pintoresco, pero también es cierto que aún es bastante inseguro. Aunque ha mejorado en cuanto a infraestructura y se está transformando para recibir cada vez a más turistas y locales, todavía falta mucho trabajo conjunto de parte del distrito y de la propia ciudadanía para hacer del centro un lugar memorable.

Por cuestiones del destino y de fuerza mayor ya no vivo en el centro. Tuve que volver al norte, pero después de aquel año que pasé en Las Aguas, viviendo tan cerca del lugar donde Monserrate y Guadalupe siguen dando a luz a Bogotá todos los días, como en un nacimiento que nunca cesa, siento que tengo otra ciudad y que yo soy otra también. No una mejor, pero una más dueña de su ciudad.

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